Hace muchos años, cuando recién inicié mi firma de consultoría, una amiga mía, Jane*, quien trabajaba para una grande compañía, sugirió que yo hable con su colega, un hombre llamado Fred, quien podría estar en posición de contratar a Bregman Partners.
Así que le llamé a Fred, mencioné a Jane y pedí tener una reunión con él. Estoy muy ocupado, me dijo Fred, hablemos sólo por teléfono.
Pero yo sabía que el teléfono no lo lograría. Y ¿qué tal para el almuerzo? Yo sugerí. O ¿un trago después del trabajo? O tal vez ¿sólo unos quince minutos en persona en algún lado?
Fred finalmente accedió a un almuerzo corto. Luego lo canceló. Lo reprogramamos. Él lo canceló nuevamente. Lo reprogramamos nuevamente. Él lo canceló nuevamente. Era claro que él no quería reunirse conmigo. Casi me rindo.
Pero aquí está lo que me di cuenta: si yo podía evitar reaccionar a mis sentimientos de frustraciónón o resentimiento, entonces el costo para mí de reprogramar la reunión era una llamada de dos minutos con la secretaria de Fred. Y lo bueno era potencialmente enorme.
Así que yo seguí reprogramando hasta que, un día, varios meses más tarde, Fred no canceló y almorzamos. Fue muy rápido, por supuesto, pero lo suficientemente largo para pedirle a él que me permita enviarle una propuesta. Un par de semanas más tarde se la envié, el me dejó un corto mensaje explicando que yo había fallado pero que me mantendría en mente. Bien.
Me sentí ofendido. Todo ese trabajo que yo invertí y todo lo que conseguí fue ¿un correo de voz? Nuevamente, casi lo abandono.
Pero en su lugar yo llamé y solicité otro almuerzo para comprender lo que había entendido mal. Él se rehusó pero yo le sugerí hablar con su colega, Lily, quien estaba en un diferente departamento y podría tener una necesidad para mis servicios.
Así que organicé una reunión con Lily. Quien la canceló. Mientras me preparaba para reprogramarla yo noté algo inesperado: comencé a disfrutar del proceso de tratar de conseguirlo, el desafío de hacer la venta. Se convirtió en un juego para mí y mi meta era seguir jugando hasta que, en algún punto, yo diría lo correcto a la persona correcta y logre poner mi pie en la puerta. Yo estaba, sorprendentemente, divirtiéndome.
Y estaba comenzando a ser bueno en eso. Programar. Reprogramar. Encontrar una manera de mantener la conversación. Tú pensarías que no sería algo difícil o útil el llegar a ser bueno en eso pero estarías equivocado en ambas.
La mayoría de nuestros trabajos dependen de la repetición. Así es como nos volvemos buenos para algo. El problema es que nos rendimos muy pronto porque cualquier cosa que hacemos repetitivamente se vuelve aburrida.
Eso es, a menos que tengamos un gusto peculiar para la tarea; si captura nuestro interés. Por alguna razón, tal vez nosotros ni siquiera comprendemos — y no tenemos que — nosotros lo disfrutamos.
Así es como yo aprendí a pararme de manos. Siempre me pareció completamente fuera de mi alcance. Pero entonces alguien me dijo que lo aprendió ya de adulto. Así que me imaginé que yo podría aprender también. Me tomó seis meses pero ahora puedo, algo confiado, pararme de manos.
Lo que me ha llevado a creer que cualquiera puede hacer cualquier cosa. Siempre y cuando existan tres condiciones:
- Tú quieres conseguirlo.
- Tú crees que puedes conseguirlo.
- Tú disfrutas tratando de conseguirlo.
A menudo pensamos que solamente necesitamos las primeras dos pero es la tercera condición que es la más importante. El tratarlo es la realidad del día a día. Y tratar de conseguir algo es muy diferente que conseguirlo. En realidad es lo opuesto. No es alcanzarlo.
Si tú quieres ser un gran comerciante, tienes que pasarte años siendo uno torpe. ¿Quieres ser un magnífico gerente? Entonces mejor será que disfrutes siendo uno pobre por un tiempo suficiente como para llegar a ser uno bueno. Porque esa práctica es la que se necesita para eventualmente llegar a ser uno excelente.
En su libro Outliers, Malcolm Gladwell discute sobre una investigación hecha en la Academia de Música Berlín. Los investigadores dividieron a los estudiantes de violín en tres categorías: las estrellas, los intérpretes buenos, y los que llegarían a ser profesores pero no intérpretes. Sucede que el predictor número uno para clasificar a un violinista en una categoría era el número de horas de práctica.
Los futuros profesores habían practicado 4,000 horas en su vida. Los buenos intérpretes, 8,000 horas. ¿Y aquellos que fueron categorizados como estrellas? Cada uno de ellos había practicado por lo menos 10,000 horas.
Y aquí está la parte convincente: No existe un sólo violinista quien no haya practicado 10,000 horas que no sea una estrella. En otras palabras, 10,000 horas de práctica garantizarían que seas una estrella violinista. De acuerdo con Gladwell, 10,000 horas de práctica es el número mágico para volverse el mejor en cualquier cosa.
Por lo tanto es mejor que disfrutes tratando de alcanzar tus metas. Porque nunca vas a pasar 10,000 horas haciendo algo que no disfrutes. Y si no disfrutas la parte de tratar, nunca lo harás por el suficiente tiempo como para lograr tu meta.
Eventualmente, después de cinco o seis reuniones canceladas, Lily y yo nos reunimos para almorzar. Lo cual resultó ser el momento perfecto. Cuando finalmente nos reunimos, ella tenía una necesidad real, la cual no había existido cuando recién comenzamos a planificar una reunión.
Para este tiempo, yo le era familiar a ella y a la compañía aunque nunca había hecho ningún trabajo para ellos. Yo había estado rondando por meses y ellos confiaban en mí porque cumplí con cada promesa que les hice.
Ese año firmé un contrato grande con la compañía de Lily. Doce años más tarde, ellos aún son un cliente grande de Bregman Partners. Y aún cancelan un montón de reuniones conmigo.
*Alguna información ha sido cambiada para proteger la privacidad de las personas.
Por Peter Bregman, http://www.bregmanpartners.com
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